Otra cosa con la que me quedo es la niebla. La niebla es una de las pocas cosas que puede hacer a una ciudad intrigante, misteriosa o, quizá exagerando un poco, mística. Sin duda, los viajes nocturnos por la mañana en moto no serían lo mismo sin esa bruma que te impide ver qué hay más allá del coche de delante, con el consecuente subidón de adrenalina que te produce sobrepasar un coche que está dando marcha atrás porque no te ha visto y que esquivas gracias a la dosis de café que minutos antes has tomado; sin esos paseos de vuelta a casa tras una intensa noche de fiesta embutido en tu abrigo y sumergido bajo incontables capas de ropa; sin los catarros, sin los miembros entumecidos por el viento, sin sentirse un acorazado en medio de un océano helado; incluso, sin los entrenamientos al aire libre a temperaturas bajo cero. Uno en la niebla puede encontrarse perdido, sin referencias para seguir un camino, con el camino anterior desvaneciéndose y acosado por los elementos. Del mismo modo que ocurre con la vida en general.
Se guardan mejor en la memoria las anécdotas en el frío. Al fin y al cabo, cuestan más energía, el entorno no es favorable y los sentidos se encuentran más despiertos. Como ocurre siempre, aquello en que ponemos nuestras energías, aquello que luchamos por superar y conseguir es lo que permanece. Lo demás rara vez suele importar.